
Cuando entramos en nuestro piso, en diciembre de 2020, firmamos un contrato con una agencia inmobiliaria y la propietaria, una señora particular que parecía una arrendadora jubilada. El contrato, según la Ley de Arrendamientos Urbanos, tenía que tener una duración de cinco años y tuvimos que asumir el pago de los honorarios de la agencia, es decir, 1.600 euros.
Después de firmar el contrato, hicimos aquello que siempre recomienda el Sindicat de Llogateres: ir al Registro de la Propiedad para conocer con seguridad quién es nuestra propietaria y cuántos inmuebles tiene. Para sorpresa nuestra, la pequeña propietaria se convirtió en una Sociedad Limitada, según la información proporcionada por la nota simple del Registro.
De repente, plot twist, como dicen los ingleses: nuestra relación contractual con la propiedad tomó un giro inesperado. Nos habían engañado completamente: con tal de no pagar honorarios y de hacer un contrato de cinco años (en lugar de siete), no nos dijeron que la propiedad era de una empresa. En el contrato sólo salía el nombre de la arrendataria, como si fuera una persona particular.
Con esta información en mano, se lo comunicamos a la arrendadora y a la agencia inmobiliaria. No sólo se hicieron los sorprendidos, sino que además se culparon la una a la otra. Un caso de incompetencia, manipulación y estafa inmobiliaria sin escrúpulos. El hecho más aterrador es que ésta debe ser una práctica inmobiliaria habitual. Gracias a que estábamos afiliadas al Sindicat de Llogateres, nos devolvieron el dinero de los honorarios con una transferencia inmediata.