
Somos David e Irene, una pareja con tres criaturas que vivimos desde febrero del 2013 en un piso del centro de L’Hospitalet. Como entramos durante los últimos meses de vigencia de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) del 1994, nos hicieron un contrato de cinco años, más prórroga de tres, con las subidas anuales referenciadas al IPC. Además del primer mes de renta, el gasto inicial incluyó dos meses de fianza, el equivalente en uno en concepto de honorarios de la agencia, y unos 200€ más atribuidos a la elaboración del contrato y la inscripción en la Cámara de Propiedad. El inmueble pertenece a alguien a quien nunca hemos visto, puesto que se hace representar en todo momento por una administración de fincas del barrio.
El 2018 finalizaba el periodo de cinco años, y nos avanzamos a preguntar cuáles eran las intenciones de la propiedad con el piso. Se nos contestó que la idea era continuar con el alquiler sin variar el precio, puesto que consideraban que “lo que pagábamos era correcto” de acuerdo con la situación del mercado del barrio. Ese fue el primer choque con el autoritarismo del supuesto “experto” o “profesional”, y primer indicio de la arbitrariedad con que se estaban decidiendo nuestras condiciones de vida. Añadieron que haríamos un nuevo contrato, ya que la nueva legislación establecía contratos de 3+1 años. Y aquí es donde nos fue muy útil el asesoramiento que nos había proporcionado nuestra participación en el Sindicat de Llogateres: planteamos que preferíamos continuar tres años más bajo el contrato original, conscientes que la LAU del 1994 era más garantista que su modificación introducida el 2013, la cual, además de acortar los contratos, ya no imponía la referenciación al IPC y establecía una antelación muy corta (30 días) para avisar en caso de que la propiedad no quisiera renovar. Superada su sorpresa inicial al vernos muy informados, la administradora accedió a mantener el primer contrato tres años más. Con esto cerrábamos un periodo de incertidumbre, conscientes que nos encontrábamos en medio de una burbuja de precios y que muchas inquilinas de nuestro entorno estaban sufriendo los llamados “desahucios invisibles”, fruto de no renovaciones o de subidas inasumibles que implicaban la expulsión de sus hogares. Nosotros de momento podíamos quedarnos en casa, nuestras hijas en la escuela, todos juntos en el barrio donde habíamos tejido tantos vínculos. Y era así por una mezcla de “buena voluntad” de la propiedad (algo fuera de nuestro control) y una actitud vigilante y muy asesorada por nuestra parte. Habíamos estado atentos y habíamos tenido suerte en medio de la tormenta inmobiliaria.
A finales del 2020, cuando el final de los ocho años ya se acercaba, volvimos a dirigirnos a la administración de fincas expresando nuestra voluntad de continuar en el piso. Esta vez todo fluyó mucho más: después de contestarnos que habría renovación porque éramos “muy buenos inquilinos”, especificaron que sería a cinco más tres años porque la legislación había vuelto a alargar los contratos, y que el precio se mantendría porque así lo establecía también la nueva regulación de precios del alquiler.
Efectivamente, pocas semanas antes del final del contrato antiguo, firmamos ya uno de nuevo al mismo precio que pagábamos últimamente (el precio original del 2013 más las subidas del IPC). La reunión con la administración de fincas transcurrió con cordialidad, en buena medida por la familiaridad del trato que ya dura ocho años. Pero lo más significativo para nosotros esta vez era que ya no todo se basaba en la buena voluntad de la propiedad, sino que había un marco regulador que, a pesar de ser todavía insuficiente (todavía depende todo de la intención de renovar del arrendador), en buena medida propicia unas condiciones de renovación más favorables: quedan atrás los contratos de solo tres años, las subidas no controladas durante la vigencia del contrato, y, como gran novedad, gracias a la actual regulación de precios, las rentas ya no pueden dispararse entre contrato y contrato. En la mesa de la administradora apareció también una impresión del índice de alquileres de la Generalitat, que, como ya nos habíamos preocupado de averiguar previamente, en nuestro caso no sería aplicable porque excede el precio que pagábamos. La administradora nos dio su interpretación de en qué consistía el índice, y opinó que seguramente no será vigente por mucho más tiempo dado que “hay dudas sobre su constitucionalidad”.
Más allá de esta oportunidad impagable para entender cómo los intermediarios intentan tumbar este tímido intento de intervención en el mercado inmobiliario, su comentario nos confirmaba que muchas han cambiado en la dirección correcta desde 2018. Son cambios forzados por la organización inquilina, por el trabajo incansable de mucha gente a pie de calle. Queremos agradecer de nuevo a las compañeras del Sindicat que de nuevo nos quedamos en casa, y que esta vez lo hacemos no tanto por una concesión de la propiedad, sino por un ejercicio de nuestros derechos.
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